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VARIOUS

En el otoño de 2002, la comunidad científica se vio sorprendida por el descubrimiento de uno de los mayores fraudes jamás producidos en el campo de la Física. Jan Hendrick Schön, joven y brillante investigador alemán, considerado a las puertas del Nobel, tuvo que retractarse de varios artículos de alto impacto publicados en las revistas más prestigiosas, incluidas Science y Nature, tras desvelarse que había inventado o falsificado datos. No se trata de un caso aislado. Cientos de denuncias de irregularidades se investigan cada año, especialmente en EE.UU, y ponen de manifiesto las debilidades del sistema de creación y comunicación de los resultados de la investigación. Mentir es algo muy humano y los científicos no están al margen, al menos en su esfera privada. Pero en el ejercicio de una profesión cuyo objetivo declarado es la búsqueda de la verdad y en el que se supone existen suficientes mecanismos para detectar y eliminar los fraudes, resulta cuando menos sorprendente la proliferación de estas prácticas. Como decía el filósofo Mario Bunge, en un artículo publicado en La Nación, en octubre de 2000, “la verdad es la moneda del reino de la ciencia (...) de modo que quien falsifica la verdad equivale al falsificador de moneda”. Y, si se incluyen en el caso de las irregularidades otros comportamientos de menor gravedad, como la selección de resultados, el plagio, la publicación de artículos repetidos (más o menos retocados), la apropiación de datos ajenos y otras prácticas semejantes, el alto número de faltas a la ética investigadora parece indicar que el sistema en su conjunto está bastante más corrompido de lo que se pudiera pensar.